Mi madre me llevó al aeropuerto con las ventanillas del coche bajadas. En Phoenix, la temperatura era de veinticuatro grados y el cielo de un azul perfecto y despejado. Me había puesto mi blusa favorita, sin mangas y con cierres a presión blancos; la llevaba como gesto de despedida. Mi equipaje de mano era un anorak.
En la península de Olympic, al noroeste del Estado de
Washington, existe un pueblecito llamado Forks cuyo cielo casi siempre
permanece encapotado. En esta insignificante localidad llueve más que en
cualquier otro sitio de los Estados Unidos. Mi madre se escapó conmigo de aquel
lugar y de sus tenebrosas y sempiternas sombras cuando yo apenas tenía unos
meses. Me había visto obligada a pasar allí un mes cada verano hasta que por
fin me impuse al cumplir los catorce años; así que, en vez de eso, los tres
últimos años, Lester, mi padre, había pasado sus dos semanas de vacaciones
conmigo en California.
Y ahora me exiliaba a Forks, un acto que me aterraba, ya que
detestaba el lugar.
Adoraba Phoenix. Me encantaba el sol, el calor abrasador, y
la vitalidad de una ciudad que se extendía en todas las direcciones.
—Ally —me dijo mamá por enésima vez antes de subir al
avión—, no tienes por qué hacerlo.
Mi madre y yo nos parecemos mucho, salvo por el pelo corto y
las arrugas de la risa. Tuve un ataque de pánico cuando contemplé sus ojos
grandes e ingenuos. ¿Cómo podía permitir que se las arreglara sola, ella que
era tan cariñosa, caprichosa y atolondrada? Ahora tenía a Phil, por supuesto,
por lo que probablemente se pagarían las facturas, habría comida en el
frigorífico y gasolina en el depósito del coche, y podría apelar a él cuando se
encontrara perdida, pero aun así...
—Es que quiero ir —le mentí. Siempre se me ha dado muy mal
eso de mentir, pero había dicho esa mentira con tanta frecuencia en los últimos
meses que ahora casi sonaba convincente.
—Saluda a Lester de mi parte —dijo con resignación.
—Sí, lo haré.
—Te veré pronto —insistió—. Puedes regresar a casa cuando
quieras. Volveré tan pronto como me necesites.
Pero en sus ojos vi el sacrificio que le suponía esa
promesa.
—No te preocupes por mí —le pedí—. Todo irá estupendamente.
Te quiero, mamá.
Me abrazó con fuerza durante un minuto; luego, subí al avión
y ella se marchó.
Para llegar a Forks tenía por delante un vuelo de cuatro
horas de Phoenix a Seattle, y desde allí a Port Angeles una hora más en
avioneta y otra más en coche. No me desagrada volar, pero me preocupaba un poco
pasar una hora en el coche con Lester.
Lo cierto es que Lester había llevado bastante bien todo
aquello. Parecía realmente complacido de que por primera vez fuera a vivir con
él de forma más o menos permanente. Ya me había matriculado en el instituto y
me iba a ayudar a comprar un coche.
Pero estaba convencida de que iba a sentirme incómoda en su
compañía. Ninguno de los dos éramos muy habladores que se diga, y, de todos
modos, tampoco tenía nada que contarle. Sabía que mi decisión lo hacía sentirse
un poco confuso, ya que, al igual que mi madre, yo nunca había ocultado mi
aversión hacia Forks.
Estaba lloviendo cuando el avión aterrizó en Port Angeles.
No lo consideré un
presagio, simplemente era inevitable. Ya me había despedido
del sol.
Lester me esperaba en el coche patrulla, lo cual no me
extrañó. Para las buenas gentes de Forks, Lester es el jefe de policía Swan. La
principal razón de querer comprarme un coche, a pesar de lo escaso de mis
ahorros, era que me negaba en redondo a que me llevara por todo el pueblo en un
coche con luces rojas y azules en el techo. No hay nada que ralentice más la
velocidad del tráfico que un poli.
Lester me abrazó torpemente con un solo brazo cuando bajaba
a trompicones la escalerilla del avión.
—Me alegro de verte, Ally —dijo con una sonrisa al mismo
tiempo que me sostenía firmemente—. Apenas has cambiado. ¿Cómo está Penny?
—Mamá está bien. Yo también me alegro de verte, papá —no le
podía llamar Lester a la cara.
Traía pocas maletas. La mayoría de mi ropa de Arizona era
demasiado ligera para llevarla en Washington. Mi madre y yo habíamos hecho un
fondo común con nuestros recursos para complementar mi vestuario de invierno,
pero, a pesar de todo, era escaso. Todas cupieron fácilmente en el maletero del
coche patrulla.
—He localizado un coche perfecto para ti, y muy barato
—anunció una vez que nos abrochamos los cinturones de seguridad. ¿Qué tipo de
coche?
Desconfié de la manera en que había dicho «un coche perfecto
para ti» en lugar de simplemente «un coche perfecto».
—Bueno, es un monovolumen, un Chevy para ser exactos.
— ¿Dónde lo encontraste?
— ¿Te acuerdas de Billy Black, el que vivía en La Push?
La Push es una pequeña reserva india situada en la costa.
—No.
—Solía venir de pesca con nosotros durante el verano —me
explicó.
Por eso no me acordaba de él. Se me da bien olvidar las
cosas dolorosas e innecesarias.
—Ahora está en una silla de ruedas —continuo Lester cuando
no respondí—, por lo que no puede conducir y me propuso venderme su camión por
una ganga.
— ¿De qué año es?
Por la forma en que le cambió la cara, supe que era la
pregunta que no deseaba oír.
—Bueno, Billy ha realizado muchos arreglos en el motor. En
realidad, tampoco tiene tantos años.
Esperaba que no me tuviera en tan poca estima como para
creer que iba a dejar pasar el tema así como así.
— ¿Cuándo lo compró?
—En 1984... Creo.
— ¿Y era nuevo entonces?
—En realidad, no. Creo que era nuevo a principios de los
sesenta, o a lo mejor a finales de los cincuenta —confesó con timidez.
— ¡Papá, por favor! ¡No sé nada de coches! No podría
arreglarlo si se estropeara y no me puedo permitir pagar un taller.
—Nada de eso, Ally, el trasto funciona a las mil maravillas.
Hoy en día no los fabrican tan buenos.
El trasto, repetí en mi fuero interno. Al menos tenía
posibilidades como apodo.
— ¿Y qué entiendes por barato?
Después de todo, ése era el punto en el que yo no iba a
ceder.
—Bueno, cariño, ya te lo he comprado como regalo de
bienvenida.
Lester me miró de reojo con rostro expectante.
Vaya. Gratis.
—No tenías que hacerlo, papá. Iba a comprarme un coche.
—No me importa. Quiero que te encuentres a gusto aquí.
Lester mantenía la vista fija en la carretera mientras
hablaba. Se sentía incómodo al expresar sus emociones en voz alta. Yo lo había
heredado de él, de ahí que también mirara hacia la carretera cuando le
respondí:
—Es estupendo, papá. Gracias. Te lo agradezco de veras.
Resultaba innecesario añadir que era imposible estar a gusto
en Forks, pero él no tenía por qué sufrir conmigo. Y a caballo regalado no le
mires el diente, ni el motor.
—Bueno, de nada. Eres bienvenida —masculló, avergonzado por
mis palabras de agradecimiento.